«MALSANAMENTE, VINIERON POR MI…»

En el Museo Memorial del Holocausto de los Estados Unidos, destaca en una de las paredes esta cita: «Primero vinieron por los socialistas,y guardé silencio, porque no era socialista.Luego vinieron por los sindicalistas,y no hablé, porque no era sindicalista.Luego vinieron por los judíos,y no dije nada, porque no era judío.Luego vinieron por mí,y ya no quedaba nadie que hablara en mi nombre».

Poema, repetido hasta el agotamiento en forma escrita y oral, y en ocasiones titulado «Los indiferentes» (un agregado al original, que no tenía nombre), atribuido a Bertolt Brecht y escrito, según muchos, por otro alemán: el pastor luterano Martin Niemöller (1892-1984). Es un profundo texto (con múltiples versiones) que no pasa de moda, máxime cuando el abuso de poder raya en la corrupción, en diversas instancias y contextos, amén de ser percibidos como graves flagelos que pululan la inconciencia llena de inmundicia, a ser desterrados.

Si nos mantenemos ajenos a la injusticia y al daño, tarde o temprano terminaremos siendo víctimas de aquello que no queremos, en nosotros ver reflejado. Como si se tratase de la moraleja de una fábula: La indiferencia ante las afectaciones a otros terminará por afectar al indolente, así lo señalaría Esopo o Samaniego. Aunque me decanto, por la forma en la que lo explicó Martin Luther King, con una frase sentenciante: “Lo preocupante no es la perversidad de los malvados, sino la indiferencia de los buenos”.

La vida tiene numerosos obstáculos y no siempre es fácil superarlos. En aquella “cuasi ley” de afecto que denominamos amistad, inmerso de grandes ideales y confianzas, sin duda suceden decepciones y engaños. Entonces, toca asirse, con los ánimos alicaídos, a “aquella fortuna” de leales demostraciones de cariño, aunque fuesen escasas, en aquellos momentos de “condena moral perversa”. A pesar de la maldad, desterremos esta pesimista regla y ante la adversidad, erijámonos con el bálsamo del perdón: Para sanar espiritual y mentalmente.

Las traiciones, por más altisonantes que fuesen, quedan expresadas en un falaz engaño, catalogada como zancadilla, de la cual nadie está exento. Y que muy bien puede provenir de un noble competidor o un adversario envidioso. Obscena forma en la cual, un ser prevalido de odio e iracundia son verdaderos especialistas en el arte de zancadillear. A estos artistas de la desgracia ajena les produce una enorme satisfacción ver cómo aparentes amigos, compañeros o conocidos se convierten en enemigos, dándose de bruces contra el suelo, por su perversa habilidad.

En un sentido figurado, «la zancadilla es una estratagema mediante la cual se derriba o se pretende derribar a alguien de un puesto o cargo». Acojo esta sentencia de Góngora, para intentar ejemplificarla: «Si tras de tanta fortuna / para llegar al poder / a muchos hizo caer, / que le armasen zancadilla / ¡qué maravilla!».

Hay zancadillas que son fruto de la envidia, otras de la rivalidad y algunas, simplemente, del placer que algunos sienten al ver a otros caer. La misericordia es la pena por la desgracia ajena, sin embargo, quienes practican la zancadilla disfrutan con ella. Y, obsérvese, que se trata de una desgracia producida por la explícita y directa intervención de quien tiende la trampa.

La zancadilla se pone por detrás y hace necesario que quien es zancadilleado no vea venir el peligro para que no pueda prepararse y defenderse. La zancadilla puede ser una calumnia, una mentira, una sospecha, una denuncia, un insulto, un recuerdo, una frase mordaz. 

Y de los compañeros laborales, acólitos-cómplices con su procaz silencio, defensores a ultranza de aquella “acolita amistad enviciada de poderío”, ¿restaría algo que decirles?: Solo dos palabras: “rivales camuflados”. No se han puesto a pensar que la tranquilidad igual que el poder, es efímero. Que el momento menos pensado podrían convertirse en víctimas potenciales que, con un poco de paciencia y de ingenio, de esa mente maquiavélica, al ya no serles útiles, acabarán siendo víctimas reales. No sé qué mezquinas alegrías les proporcionan a ciertas personas, los infortunios ajenos.

Y junto al compromiso social de trabajar en cualquier actividad, relievo la de educar, ya que al trasmitir enseñanzas deberían actuar con el ejemplo cabal; sumado el aditamento derivado en el cobro de un sueldo que la sociedad le entrega para que cumpla de manera honrosa esa tarea. Es horrible que se pague un dinero a alguien para que, a la postre, se convierta en un profesional de la zancadilla.

Mejor sonríamos percibiendo el maravilloso “ambiente” que nos rodea, y aprendamos: Del suave murmullo del viento, a prestar atención y saber escuchar. De la apacible brisa, el arte de ser amable. De la pertinaz o leve lluvia, a contemplar y valorar. Del germen de la semilla, la paciencia de esperar. De la elegante flor, la modestia de la elegancia. De la oscuridad de la noche, la claridad que está por venir, e infinidad de detalles más…

Entonces, a pesar de lo hiriente de una traición, esa nula empatía laboral, el escaso profesionalismo y el abusivo “poder” concluyo con este refrán: “Porque orgullos y vanidades no duran eternidades” sin rencor y de una forma sincera es que si “ahora vendrían por ti” no me alegraría, realmente lo lamentaría.

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