Hubo un tiempo en que los docentes igual que los estudiantes tenían hasta tres meses de vacaciones. Después, fueron dos…Las paralizaciones en el magisterio ecuatoriano eran continuas e inclusive súper alargadas. Un extinto partido político era quien manejaba los “hilos de la educación” en el país: nombramientos, contratos, etc., etc. Y de la jornada laboral, ¿que podríamos decir? Súper cómoda, 20 horas de clase, con horario acomodado. No había capacitación y escasa profesionalización. ¿Vocación? Creo que no, ya que al ser reducido el salario, lo consideraban como un hobby o profesión de segundo orden, viendo otro ingreso para paliar su economía familiar.
Dicen que llego una “revolución educativa” acompañado de una bonanza económica; se implementó una Ley de Educación, un Reglamento, más otras Leyes decretos y acuerdos afines que bajo la figura de servidor público, tenían que cumplir jornada de ocho horas y un mes de vacaciones (la última semana de diciembre y tres, al final del año lectivo).
Un cambio abrupto y repentino, que a muchos tomó por sorpresa. Quienes no pudieron dar el salto de escribir a mano al computador, optaron por la compra de renuncias o la jubilación. A un alto número de educadores hasta computadores portátiles con módems de internet satelital se les regaló. Prohibido olvidar, también hubieron los relegados o excluidos, de la mejora salarial: los contratados, ellos no resultaban beneficiados, tampoco de los “obsequios” que daba el Gobierno.
Para hacerle frente a ese partido político y al gremio que aglutinaba un alto número de docentes, una RED se creó, los dirigentes de las “mieles del poder” disfrutaron hasta inicios del 2017. Los concursos “Quiero Ser Maestro” por citar un caso, difícilmente gozaban de transparencia. Bien dice el dicho: “era el mismo perro, pero con otro collar”. Cuando prosperidad ya no había, algunos de ideología mutaron, quedándose con el “nuevo amo”. Otros desertaron, cambiándose de bando. Escasos fueron los que con su firmeza de convicción se quedaron, ¿solo las ratas abandonan el barco?
Habría muchísimo más que analizar desde la objetividad e imparcialidad con mirada crítica y propositiva sobre los pormenores de lo ya relatado. Es muy oportuno este preámbulo, en ese intento de generar un bosquejo de la realidad educativa actual; ya que hay dos puntos de vista, de dos grandes narrativas que separan la experiencia educativa en dos: la del estudiante y la del profesor. Dos vivencias complementarias e inseparables que en nada se asemejan y que no son intercambiables.
Dando un rápido vistazo de lo que sucede dentro del aula y por otro lado “del papeleo o carga burocrática” que se intenta instaurar, en el personal docente con documentos que a la larga no contribuyen a mejorar la calidad académica y que se resumen en “cumplo y miento” y, esa “pesada carga” termina por resquebrajar su inteligencia emocional. Empecemos por desmontar esa falaz idea, que un docente no hace nada; mejor elevemos esa voz crítica, ya que cada vez se complejiza más esta profesión y sin querer herir sensibilidades, un mes de vacaciones no serían suficientes. Gozosos los países, en los que el docente es valorado, teniendo otro trato e inclusive dos meses de vacaciones…
Hay diversidad de películas, que reivindican la labor docente: La lengua de las mariposas, Los chicos del coro, la sobrevalorada El Club de los poetas muertos o la igualmente icónica Mentes peligrosas, ¿las ha visto?, ¿Cuál otra recomienda? Todas ellas centradas en la figura del profesor librepensador, maestros que se desviven por encender una chispa en sus estudiantes, “luchando contra viento y marea” que poco importa sus penurias, convertido en una especie de héroe con la misión mesiánica de transformar vidas.
Empero, recurro a esas otras historias que revelan el lado menos amable de la enseñanza, sirviendo como ejemplo un film estrenado hace poco: “Sala de profesores”, no intentaré dar una sinopsis de la misma, sino un conciso análisis. Diría que se trata de una experiencia que, por el modo en que está concebida, se convierte en un viaje inmersivo, con su principal protagonista Carla, docente de séptimo grado.
En esta película, lo prioritario no es desentrañar la verdad, sino mostrar la forma en que los seres humanos se comportan en situaciones de estrés. Y así, el cumplimiento de las normas y las políticas de tolerancia cero son elementos que condicionan las dinámicas entre profesores, familias y estudiantes. Un panorama desolador en el que se hace difícil desarrollar un acto tan libre y mágico como el de enseñar y aprender. Entonces, ¿se puede extrapolar a la realidad docente la experiencia concreta de esta ficción? La respuesta es categóricamente afirmativa.
Sugiero mirar la película y como espectador cuestiónese si realmente merece la pena ejercer la docencia. Educar, que en nada tiene que ver con enseñar, no se limita a la pura transmisión de conocimientos sino que es una labor que atañe a la conducta, a encauzar ese desarrollo de la personalidad (en donde convergen tiempo y espacio: dentro y fuera de las aulas). Ante tal panorama, la labor del docente resulta ser una actividad de riesgo: a veces físico, pero sobre todo anímico y moral.
Las conclusiones sobran, haría falta más de un mes para poder recuperar las ganas de volver a ese campo de batalla que se han vuelto las instituciones educativas: un tiempo necesario para que dejen de doler los golpes y fortalecer la piel. Al menos, mientras sigan existiendo directivos nada empáticos y padres de familia permisivos, denigrantes de la honrosa labor educativa.
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