En el contexto de ciertas declaraciones que sugieren revisar la Ley de Comunicación, surge un debate de trascendental importancia sobre el rol de la información en las democracias modernas y las normas que la rigen. Se ha señalado la necesidad de ajustar esta ley a las “realidades actuales de la información mundial”, lo cual genera diversas reflexiones sobre cómo la legislación debe adaptarse a los avances tecnológicos y, al mismo tiempo, garantizar el ejercicio democrático del derecho a la información.
La Ley de Comunicación en el Ecuador, promulgada en 2013, nació con la intención de regular el ejercicio de la información en un entorno de medios de comunicación tradicionalmente concentrados y, en ocasiones, polarizados. Sin embargo, en la actualidad, es crucial reflexionar sobre si la Ley ha cumplido con su propósito de manera efectiva, o si, por el contrario, ha servido más como un instrumento de control político.
Este cuestionamiento se intensifica en los actuales medios digitales, donde la manera en que la información circula ha cambiado drásticamente con la aparición de las redes sociales y el acceso masivo a internet. En la “era de la información”, ya no son solo los medios tradicionales los encargados de las noticias; las redes sociales y las plataformas digitales se han convertido en actores centrales que operan sin los mismos mecanismos de regulación.
En este sentido, la información en el marco democrático debe ser siempre objetiva, verificable y plural. La objetividad en los medios no es solo un estándar ético, sino una condición fundamental para el funcionamiento de una democracia saludable. La información, en su sentido más puro, debe ser un reflejo fiel de los hechos, mientras que la opinión, es sólo un juicio de valor de quien lo emita. La información debe proporcionar hechos que puedan ser corroborados, mientras que la opinión expresa una interpretación de esos hechos. Esta distinción es fundamental, ya que la mezcla (de hechos con opiniones) puede llevar a distorsiones que afectan la calidad del debate público.
El problema de las «fake news» (noticias falsas) es otra preocupación vertebral. Con más de 5.000 millones de personas conectadas a internet, la velocidad con la que se difunden las noticias, verdaderas o falsas, es vertiginosa. Según estudios recientes, las noticias falsas se retuitean 20 veces más que las noticias verificadas. Este fenómeno pone en evidencia la necesidad urgente de enseñar a la ciudadanía a discernir la información. En la práctica, la información basada en hechos verificables y comprobables se mezcla con la desinformación, generando confusión y poniendo en riesgo la calidad de la participación democrática. El reto, entonces, no es solo promover leyes que protejan a los ciudadanos de las noticias falsas, sino que se fomente una cultura de verificación crítica y razonada por parte de los propios ciudadanos.
Por lo tanto, si la actual Ley de Comunicación es susceptible de reformas o ajustes, debe hacerse, ¡claro!, pero con el propósito de mejorar la calidad informativa y garantizar que el acceso a una información objetiva y plural no se vea obstaculizado por los intereses de quienes ostentan el poder. Las reformas deben ser pensadas con un enfoque que favorezca el bienestar colectivo…, y no los intereses de un partido político en particular.
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